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¡UNA CRISIS HUMANITARIA! Murió otra recién nacida por falta de insumos, ampolla e incubadora

Sirley Ruiz tiene 34 años de edad. Durante gran parte de su vida quiso tener un hijo, pero no había podido concebirlo. Para ella quedar embarazada fue una orden divina y que su hija naciera el mayor de los milagros. Ese día lo describe como el día más feliz de su vida.

Tenía 7 meses y tres días de gestación cuando tuvieron que practicarle una cesárea en el Hospital Central de San Cristóbal. Desde el momento de su concepción, sabía que su presión arterial era alta. Vivía en la costa colombiana, donde por las altas temperaturas los médicos no pudieron controlarle la tensión. Eso la incentivó a mudarse a El Milagro, municipio Fernández Feo del estado Táchira, donde habita su mamá.

Foto: nbcnews.com

Foto: nbcnews.com

El clima tachirense la ayudó a mejorar. Comenzó a controlar el embarazo con una gineco-obstetra de una clínica privada en San Cristóbal, quien cada ocho días le realizaba un doppler fetal, y siempre le dejó claro que la bebé nacería antes de tiempo, para evitar que con el avance del embarazo los niveles de tensión aumentaran y ella sufriera las consecuencias.

Consumía estrictamente los alimentos recomendados por la galeno. No dejó de tomarse sus antihipertensivos, ni de ir a control prenatal. Como sabía que el nacimiento sería prematuro, adquirió el kit de cesárea con tiempo. Nunca supo que fue un síntoma de aborto, un sangrado o una situación radical de emergencia.

Antes de la cesárea estuvo hospitalizada en el Central por recomendación de la especialista.

Ingresó el 11 de enero al piso 8, donde estuvo “bajo los mejores cuidados” de médicos y enfermeras; pero nadie le dijo que para un niño prematuro ameritaba de un surfactante pulmonar, ni tampoco que no había disponibilidad de incubadoras.

Conoció a su “pequeña guerrera” -como la llama-, el 6 de febrero, día de su cumpleaños. Al recordarlo, Sirley no logra contener el llanto. De sus ojos verdes y grandes, brotan las lágrimas sin parar. Mientras relata su historia, la mano izquierda la coloca sobre el pecho, el dolor no lo aguanta; pero no se trata de un malestar físico, sino emocional.

“Encontré a mi hija llena de vida. Movía los piecitos, las manos, sus ojos, la boca. Esos ojos hermosos que tenía mi niña, fue el regalo más lindo que pude haber recibido. Tenía oxígeno y al lado estaba otra bebé. Mi hija no tenía incubadora, nunca la metieron en incubadora, porque según no había ahí. No me dijeron el peligro que corría mi hija por no estar dentro de una”, dijo, sin poder controlar el llanto.

Fue hasta ese momento, dos días después del nacimiento que el médico de guardia le dijo que su hija había evolucionado, pero que necesitaba una ampolla pulmonar, la cual debía haber recibido desde el primer momento. A partir de ese instante empezó su calvario. La pidió en Colombia, donde cuesta 2 millones de pesos. Su hermana que trabaja en una clínica en la localidad de Santa Marta, tampoco la encontró, el pedido le llegaba en tres días. En ninguna parte del Táchira ni del resto del país familiares y amigos pudieron acceder a ella. Ante el desespero, la abuela de la niña fue a Cúcuta, pero tampoco pudo hacer nada.

Si yo sé que mi hija necesita esa ampolla en el momento de su nacimiento, me hubiera ido a parir a Colombia. A mi hija la hubieran atendido y esa ampolla se la colocan, porque a todo niño neonato cuando nace, se la ponen. Es la obligación colocarle su ampolla y meterlos en una incubadora como debe de ser. Cosa que no hicieron con mi hija”.

Aunque estuvo hospitalizada casi un mes en el piso ocho, nunca supo lo que ocurría en el siete donde está la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatal –Ucin-, porque según dice, allí todo lo ocultan.

“No me quiso dar el informe médico”

El domingo 7 de febrero, a las 7 de la mañana, aún con los dolores de la herida de la cesárea bajó a la Ucin. Tuvo que hacerlo por las escaleras, porque los ascensores los apagan el último día de la semana. Agarrada de los muros fue bajando poco a poco, la necesidad de ver a su pequeña la movía.

La noche anterior no logró dormir. Quería saber cómo estaba su hija, pero no la dejaron pasar. Le dijeron que fuera a las 11 de la mañana, que a esa hora era la visita, tampoco lo logró. Durante la espera en las baldosas frías, alguien se comprometió a ayudarla a buscar el medicamento en el Hospital del Seguro Social, siempre y cuando tuviera un informe médico; pero no lo tenía. La ansiedad por ingresar a la Unidad de Cuidados Intensivos era mayor, ya no solo quería ver a su bebé, sino también el informe que le permitiría obtener el medicamento que la tendría con vida. Finalmente pasó a las 4 de la tarde, cuando los dolores eran intensos.

Se colocó el gorro y la bata, necesarias para ingresar a una Unidad de Cuidados Intensivos. Lo primero que vio al ingresar, fue a su niña abriendo los ojos, estaba de medio lado. Sirley quería correr a abrazarla, pero la inflamación de la herida no la dejaban apresurarse. “Abrió sus ojos, se me quedó mirando. Nunca olvidaré esa mirada, era como de adulto. A un paso para llegar a su cuna, mi hija cerró los ojos, con un par de lágrimas en cada ojito… muy distinta la hija que yo había visto el sábado. No era la misma, no lo era. Tenía su boquita seca, llena de espuma. Ya no movía sus brazos, no movía sus pies. Ya no era hiperactiva… Le pregunté al doctor ¿porqué mi hija está así?, él me contestó que era el equipo. Le dije que no podía ser el equipo porque el primer día que la vi no estaba así, lo único que me contestó ese hombre, era que mi hija no era la única, que había muchos niños a los que tenía que prestarle atención”, dijo sin contener el llanto.

Las sondas de la niña también estaban llenas de sangre. Ella no entiende qué sucedió, porque según supo todos los niños se complicaron en ese turno.

La madre primeriza empezó a rogarle al residente de turno que le diera la orden médica para poder tramitar en el Ivss la ampolla; pero le dijo que después. “Su contesta, su prepotencia… Su actitud era de que ya mi hija no estaba”.

Llegaron las 2 y 30 de la madrugada del día 8 de febrero y el informe no había sido entregado. A la abuela de la niña la llaman a retén. Sirley se da cuenta y se empeña en bajar con ella, sin importar la negativa de los profesionales de la salud a que lo hiciera, pues estado de angustia le tenía disparada la presión arterial. En las puertas de la Ucin, el galeno le informa que a la bebé le dio un paro respiratorio. Esto la enceguece y empieza a reclamarle, pues tenía un día entero pidiéndole un papel firmado que le permitiera llevar el medicamento que se necesitaba. El médico sin decir nada, le entrega un informe para que la recién nacida fuera trasladada a otro lugar.

A esa hora, Sirley logra verla, le tenían un ventilador y estaba entubada; pero aún sin incubadora. “Ahí si me hizo actas, ahí si me hizo un informe, ahí si me hizo un traslado, ahí si me hizo todo. ¡Ya pa` que!”, exclamó.

Ruiz tuvo que volver al piso 8, porque no la dejaban quedarse en la Ucin. A las 4 y 30 de la mañana una enfermera la llamó y le dijo que la necesitaban en pabellón. Al llegar al lugar, encontró a su pequeña sin vida. “Cuando ella me llamó presentí lo peor”, afirmó.

“Me quedó una cesárea, unos pechos llenos de leche; pero vacía, sin ella. Tan solo tengo sus cosas, sus teteros, su ropa, sus pañales, y mi amor como madre”, expresa Sirley, quien asegura que el Hospital Central de San Cristóbal es un “cajón”, en donde no solo faltan insumos, sino que también algunos profesionales no ejercen con pasión y amor su carrera.

La compañerita de cuna de la niña Ruiz, murió al día siguiente, el 9 de febrero. La falta de ampollas y de incubadoras, también habrían limitado sus posibilidades de vida. Al igual que ellas dos, al menos otros cuatro niños murieron durante los días de carnaval en el primer centro asistencial del estado Táchira por falta de surfactante pulmonar e incubadoras.

Otros corrieron con suerte, porque lograron ser trasladados a centros de salud privados, donde están intentando mantenerlos con vida.

Por Mariana Duque / El Pitazo

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